Cuando una de mis fotos obtiene algún premio o alguna distinción me gusta redactar un pequeño artículo en el que revivo cómo se hizo y también cómo fue la salida en la que fue tomada. Principalmente porque suelen ser experiencias muy interesantes en sí mismas, como lo son todas las salidas al monte, pero también porque suele haber alguna que otra foto interesante que acompaña y completa a la destacada, y esta una buena manera de mostrarla.
Esta vez, aunque con un poco de retraso, no quería dejar de hacerlo.
Con motivo del rally fotográfico de la Montaña de Riaño que se celebró en otoño del 2018 pensé en volver a una montaña que me encanta. Que tiene ese no-se-qué que qué-se-yo que la hace especial. Además, me busqué para la ocasión una ayudante que me acompañara y que, por cierto, iba a vivaquear por primera vez en una cima. Toda una experiencia.
El Pico Gilbo, con 1.679 metros, es una montaña modesta en altura pero que tiene un poco de todo: una bonita aproximación entre bosques, una subida con algún tramo pindio de los de echar las manos, una cresta final bastante aérea (¡ojo con nieve!) y de remate una cima con vistas formidables. Además, su silueta recuerda inevitablemente al legendario Cervino, allá en los Alpes. Ingredientes perfectos para una salida de esas que, a poco que acompañe el tiempo, hacen afición.
Y el tiempo, aunque muy fresquito, acompañó. Una mañana de otoño nos encaminamos hacia Riaño, comimos por allí y tras saludar a algún colega palentino con el que coincidimos (un abrazo, Pixe), tiramos para arriba.
No sería correcto obviar aquí que (aun no siendo una subida complicada) nos despistamos. No tardamos en retomar el camino correcto pero en algún momento me temí que nos íbamos a perder la puesta de sol, y prometía bonita de veras.
Finalmente llegamos con el tiempo justo pero suficiente para todas las tareas habituales antes de la puesta de sol: cambiarnos de ropa y abrigarnos, preparar los cachivaches fotográficos, organizar el mini-campamento y hacer la cena.
Después de mandar saludos a casa y cenar algo caliente echamos unas fotos y nos metimos en el saco, arropados por el abrazo del viento y arrullados por el aullido de los lobos, que subía desde el fondo de algún valle. En cuanto oscureció del todo y apareció la luna me levanté a tomar unas nocturnas que tenía en mente, pero no salió nada especialmente interesante... tendré que seguir trabajando en ello. Así que en un rato me volví al calor del saco, con las esperanzas puestas en el amanecer.
En cuanto empezó a clarear, y antes de desayunar ya estábamos en funcionamiento. Las espectativas no fueron defraudadas y si el atardecer estuvo bonito el amanecer fue todavía mejor. La luz, filtrada por las brumas matinales que produce el pantano, era espléndida y estábamos en un mirador perfecto: 360º de posibles encuadres en los que, miraras donde miraras, podías ver la luz tocando las puntas de las montañas y tiñéndolas de esos tonos cálidos que contrastan con los fríos de la noche en el fondo de los valles.
Ya sólo era cuestión de elegir, así que en los pocos minutos que dura este espectáculo traté de capturar unas cuantas imágenes con la colaboración de mi ayudante en algunas de ellas.
La verdad es que me pongo muy nervioso cuando veo que está ahí el momento de la foto que tenía en la cabeza, pero es que suele ocurrir que, a la vez, en ese mismo instante y justo al lado opuesto, ves otras posibles fotos o también en otros lados si cambiaras de óptica... en fin, que fue todo un festival de luz y montañas aquella mañana en la que, entre otras, pude realizar una panorámica de varias imágenes (creo recordar que fueron siete) en la que apreciar un poco la belleza de estas tierras al oeste del Espigüete.
No fue en el certamen de fotografía de Riaño, en el que contó con opciones pero finalmente se quedó fuera, sino al año siguiente en el Certamen de Fotografía del NATURCYL 2019 (Feria de Ecoturismo de Castilla y León), cuando esta panorámica resultó elegida por el jurado para el primer premio en la Categoría de Paisaje Castellano-leonés.